Moscas, zancudos, tábanos
Desde los diálogos socráticos existe la tradición de vincular a las discusiones con el pensamiento, con el rigor de la filosofía. De acuerdo con esta tradición, podría decirse que es parte inseparable de lo que se entendería como “lo filosófico”, donde es mal visto que un filósofo rehuya discutir. La verdad, yo nunca he soportado ese tópico, como si discutir fuera una actividad nutritiva para el alma o un poético y sublime ajedrez. Siempre he preferido la palabra escrita, y su opuesto, la palabra hablada, me causa desconfianza. El habla está desbordada, en ella actúan otros elementos, ya sean corporales, de desprecio o de coqueteo, y está siempre sujeta a posibles interrupciones. Y lo peor son las interrupciones. Lo digo en general y pienso en Kafka y su ensueño -¿o debería llamarlo alegoría?- de escribir en un dormitorio ubicado en una especie de búnker, donde sólo alguien le dejara comida debajo de una puerta, una puerta ubicada lejos del dormitorio, al cual habría que llegar por un pasillo larguísimo. Un lugar apacible e inalterable, donde obviamente nadie le discutiría nada, un jardín dónde sólo crecería lo singular.
Desde luego, esa tranquilidad casi material, por loable que suene, es a su vez casi imposible de lograr. O es muy improbable. Quizá, cuando se logren las condiciones para esa tranquilidad, ese sea el momento de las moscas, esto es, cuando estamos susceptibles a cualquier distracción, tal como los vuelos zigzagueantes o los zumbidos de esos insectos de fama filosófica. Recuérdese que Sócrates, de hecho, tenía el apodo de El Tábano, que es una suerte de mosquito o moscardón con una lanceta. Con ese apodo se resaltaba su cualidad de molestar, de sacarte de la tranquilidad de tus ideas ya establecidas.
¿Se puede escribir desde la tranquilidad? No que yo sepa. Por ende la fantasía de Kafka contiene un error crucial. Lo imagino saliendo después de un tiempo de su búnker, desolado por el fracaso de su ensueño, cegado por el sol, volviendo a la gente, a su familia y a esas muchachas a quienes le gustaba seducir por medio de cartas. Lo imagino volviendo a ser molestado por las moscas y, sólo entonces, volviendo a escribir. Y se me viene a la mente una frase de Brian Eno: “Se puede reconocer a un productor muy ingenuo en aquel que trabaja solamente dentro de sistemas óptimos”.
Como sea, no deja de inspirarme simpatía esa idea de Kafka. Y me hace sospechar que el tema de las interrupciones sirve para dividir a los artistas en tres tipos: los que interrumpen, los que detestan las interrupciones y aquellos que se adaptan a ellas.
El perfecto ejemplo de los últimos, el escritor que ante las interrupciones y en los cambios de ritmo vislumbra un plan estético sería Lawrence Sterne quien en el Tristram Shandy, en concordancia con esta idea, pone a su personaje más entrañable, el tío Toby, un alma plácida y bondadosa, a lidiar con una mosca de una manera ejemplar. El insecto una y otra vez revoloteaba sobre su sopa y zumbaba en sus orejas. Cualquiera en esa situación la liquidaría de un golpe, pero Toby Shandy la atrapó entre sus manos y la condujo hasta la ventana. Allí la dejó escapar y le dijo: “Vete pobre diablo, lárgate, ¿por qué habría de hacerte daño? Sin duda este mundo es lo bastante grande para que quepamos los dos en él”. Después confiesa Tristram, el narrador, que a esa lección de su tío debe todo su humanismo.
El principal estudioso de las moscas que he leído, Augusto Monterroso, supo ver claramente la importancia que tienen en la historia. Al punto que llegó a postular la existencia de sólo tres temas en la literatura universal: “el amor, la muerte y las moscas”.
“Nadie necesita a la filosofía para reflexionar”. Es una constatación certera y a la vez un tanto amarga. No lo dice Deleuze, pero bajo la luz de esa frase podemos suponer lo de siempre, que cada uno seguirá haciendo lo suyo. La gente no suele cambiar sus opiniones, o al menos no durante una conversación o un debate, y sin embargo bajo esa consigna del valor de las conversaciones hemos crecido. Cada uno seguirá revoloteando en lo suyo, zigzagueando, de un lugar a otro, confuso o chocando contra algún vidrio. ¿Deberíamos dejar de debatir acaso entre nosotros? Tal vez. ¿Serviría de algo? Lo ignoro. Solamente experimento cierto hastío de vivir en una época en que cualquier cambio debe ser primero sometido a un periodo de debate. Los políticos reaccionarios suelen escudarse bajo esos debates interminables, siempre condenados al empate, para luego concluir que la gente no está preparada para algo nuevo, algo quizá traumático.
“Habla para que yo te conozca”, dejó dicho Sócrates, el personaje de Platón, ese experto en boxeo de sombra. Era una época casi sin literatura, incluso con una fuerte desconfianza hacia la palabra escrita, así que se comprende la consigna. De cualquier modo, por hoy prefiero quedarme con la opinión de Diógenes, quien opinaba que Platón hablaba demasiado, mientras que a Sócrates lo consideraba, derechamente, un lunático.
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