A destiempo

Tuve la oportunidad de conocer a Gonzalo Rojas. Dio una charla en un salón de Congreso en Valparaíso y fui a verlo junto a un amigo periodista. No me agradó que hablara mucho sobre sí mismo y poco sobre literatura. Tampoco pude evitar compararlo con una rana, ni que me recordara hasta cierto punto a Sartre, otro hombre rana con quien compartía esos aires de falso soñador y sed de reivindicación, o de arribismo. Sin embargo, hubo algo más que salió mal, y no supe bien qué fue. Sus ínfulas de viejo lúbrico eran sin duda idénticas a las de su personaje lírico, era todo lo que podía esperarse de él, pero eché de menos algo. Terminada la charla, a la que asistieron senadores y diputados, lo encontramos en avenida Argentina. Iba solo, como si huyera de compañías indeseables, llevaba bajo el brazo una bolsa de dulces de La Ligua. Mi amigo poco menos que corrió emocionado a pedirle un autógrafo para su copia de Antología del aire, que llevaba en uno de esos bolsos maleta que se usaban en esos años. Posterior a los prolegómenos de mi amigo, propios de quien se presenta ante una supuesta autoridad, Rojas quiso saber el nombre de quién recibiría la dedicatoria. Mi amigo le respondió que a su nombre, Arturo Mena, y al mío. Entonces Rojas me preguntó mi nombre. Tras escucharme, y tras anotar en el libro su caligrafía tan reconocible, nos quedó mirando. Nos preguntó si escribíamos. Horror. Y Arturo, con la iniciativa ya tomada, le contó que yo lo hacía. Pasó a hacerme una publicidad exagerada, que hacía poesía, cuentos y que estaba escribiendo una novela. Pero lo peor, le dijo a Rojas, era que no me atrevía a publicar, pero debería hacerlo. “¿Cuándo cree que vamos a poder leerlo, amigo Nicolás?”, me dijo. Le contesté que no sabía, que con eso nunca se sabe, como si el asunto no tuviera ninguna relación con mi voluntad. No mentía, así pensaba entonces. “Si quiere puede enviarme algo suyo, por correo”, dijo, creo que con sinceridad, interesado. La oferta era halagadora, pero desde mi timidez la vi amenazante. Me puse, supongo, pálido al escucharlo. Dije que aún no estaban terminados. Era, y lo sabía, una justificación mala. “¿Y cuándo lo van a estar?”, quiso saber. “En por lo menos diez años más”, contesté, muy serio. En su cara vi cómo comprendió lo que, no sé si con intención, quise decir o insinuar, algo que traducido brutalmente sería como un después que usted se muera. “Ah”, masculló, pensativo. Intenté arreglar el asunto añadiendo que haría lo posible por terminar los textos luego, que mi problema era la proliferación de textos a medio acabar (cosa ni tan falsa, a estas alturas), que trato de tomarme mi tiempo pero... “Sí”, me interrumpió, y en lo último me dio la razón, “Tiene que hacer eso. Tomarse su tiempo, sí”. Apoyó su mentón casi sobre su cuello, la cabeza un poco inclinada en un gesto bastante nostálgico y me dijo que estaba bien, que siguiera en lo mío. Nos dio la mano y comentó que debía irse. Lo miramos retirarse y no recuerdo qué pensé entonces. En estos años mi impresión de Gonzalo Rojas, años después de su muerte, ha cambiado. Se ha recompuesto, en especial después de leer Esquizo, otra antología suya donde aparecen, para mí, nuevos aspectos de su trabajo. Lo veo hoy, entre los poetas chilenos, como el más melodioso, acaso el que mejor respira. Quizá en nuestro encuentro debí ser dócil, asumir el rol de un fan o un aprendiz, en tal caso podría haber obtenido algo. Pero si lo pienso bien, me parece que su actitud en la charla alentó en mí esa postura a la defensiva. He sentido muchas veces ese desagrado, también por Parra y sobre todo por Neruda, ante artistas cuya carrera parece haber deformado hasta el punto de apuntar a convertirse en aquellos graciosos premiados que saludan y divierten a las autoridades de turno. Si todo aquello sucediera ahora, desde luego, sería menos desafortunado. Tal vez al fondo de toda esta anécdota debería encontrar una lección o alguna figura retórica, o un arrepentimiento solemne. Sin embargo, no encuentro nada de eso. Ciertamente Rojas fue amable conmigo y mi respuesta tuvo mucho de mezquino. Aun así me niego a convertirla en material para una disquisición sobre lo que pudo ser y no fue, menos una sobre su contraste con lo que soy ahora. Acepto la realidad con toda su turbación.

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