De afuera, de las orillas. Dos ensayos fotográficos de Raúl Goycoolea



1.
No sé dónde vi esa imagen. Figura la poeta Ximena Rivera observando, a través de un ventanal luminoso y con rejas en lugar de vidrios, las calles del sector de La Matriz, cerca de la plaza Echaurren, el barrio chino de Valparaíso. Esa luz en la ventana, junto a la poeta atenta como una vigilante o una espía, es algo significativo.

A Goycoolea no lo conocía por su nombre. Sólo conocía esa foto y ahora su obra me parece un hallazgo. Llevo años buscando extraer algún concepto o un dibujo mental sobre Valparaíso, esa ciudad que según Sarmiento es “una belleza y una monstruosidad”. En esos devaneos, la mirada de Goycoolea quizá sea crucial, sobre todo por sus ensayos El último viaje de Ximena Rivera y La Isla.


2.
La Isla es una población del extrarradio porteño. Ubicada en una especie de meseta, tiene una sola entrada y, por ende, una sola salida. Para entrar, supuestamente, debe uno conocer a gente de allí. Yo pude conocerla por casualidad, por motivos difíciles de explicar, junto a un amigo en un jeep de la PDI. Lo conducía un detective joven que parecía aburrido. Subimos el cerro El Litre a través del antiguo camino a Santiago y entramos. El detective nos dijo que el lugar era peligroso y no tenía –nunca tuvo– agua ni luz. Detuvo el jeep, me pidió que no me alejara y se fue junto a mi amigo a golpear las puertas de algunas casas, donde hizo preguntas. No me atreví a salir. Únicamente abrí la ventana para fumar: del barrio sólo había oído noticias de crónica roja. Los vi entrar a otro par de casas y, sin conseguir nada nos retiramos. Esa tarde descubrí el escaso brillo del trabajo de detective. También descubrí, en esos caminos de tierra, en esas casas armadas con materiales ligeros y con tantos animales alrededor, el significado cabal del término población callampa. Todo allí era, de algún modo, nuevo. Esas instalaciones tenían algo de grupo nómada, de ajeno a la ciudad y al campo. Era otro orden. Como las callampas que surgen tras un temporal, La Isla era una especie de floración. Tengo entendido que ahora sus pobladores sí disponen de los servicios básicos, pero las fotos de Goycoolea dan cuenta de que su realidad casi no ha cambiado.


La Isla, el ensayo fotográfico, reúne instantáneas de esa población, pero también del resto de Valparaíso. Anoto las palabras “del resto de Valparaíso” y me doy cuenta que ese es justamente uno de sus hilos principales. Goycoolea trabaja con lo que queda fuera del circuito turístico y artístico. Se puede inferir que al denominar una muestra de fotos de toda la ciudad con el nombre de una de sus poblaciones pobres busca que ésta población tiña al resto. Eso consigue: las fotos tomadas en el centro quedan, de algún modo, bañadas por esa luz de la periferia. El suyo, va quedando claro, es un pensamiento del afuera, o quizá de los que sobran. Sus otras colecciones dan cuenta de ello: son seguimientos a realidades más lejanas, como la minería informal, las protestas estudiantiles o el mundo popular limeño. Parece muy metódico, y quizá eso venga de su condición de fotoreportero profesional. Se enfoca en un grupo de gente o un lugar, y los circunda, los corteja. Gente que está en las orillas, casi en las afueras, porque así lo quiso o porque, como es general, no tuvo otra oportunidad. Gente que no viaja, fija en sus lugares, y que a menudo parece llevar a cabo cierto aprendizaje del dolor. Si alguien viaja, ese es Goycoolea, y tal vez el espectador.


3.
Ximena Rivera, la poeta retratada ante la ventana, falleció el año pasado. Su obra es importante, sobresaliente, y pronto tendrá los lectores que merece. Ella y Raúl Goycoolea se hicieron amigos. Parece un vínculo un poco anómalo. De un lado está el fotoreportero que en su blog anota que la realidad “a veces se corta rectangularmente con un machete y otras con un bisturí” y del otro la poeta que escribió: “Y descubre en el delicado viaje / que la tensión de la imaginación/ termina por ser lo más bello/ y por ser el reflejo del conflicto”. Sin embargo, trabajan juntos. Ella lo deja acercarse a su intimidad, a sus pertenencias, a un hombre postrado que la acompaña, quizá su marido, el Pepe de sus poemas. Lo deja retratarla mientras fuma, mientras escribe o lee sus manuscritos. Pensándolo mejor, no es tan raro ese vínculo: ya Simónides de Ceos afirmaba que la pintura es poesía silenciosa, mientras que la poesía es pintura que habla. Las palabras son un cuadro de las cosas, decía. Para este caso basta con cambiar la palabra pintura por fotografía.



Como en La Isla, contemplamos un paisaje melancólico y precario. Pasa uno por las fotos como quien recorre la casa de la poeta y es inevitable reparar en que sus pertenencias son baratas y viejas y, no obstante, hay gusto en cómo las utiliza para decorar. Hay nobleza, hay un estilo que es hermanable con sus versos. Y esa casa, para nosotros sus lectores, pasa a ser el escenario de muchos de sus poemas. Poco a poco se van trenzando esos ámbitos, tal como decía Simónides, las palabras y las cosas, las obras de Goycoolea y de Rivera. Esto se intensifica en una de las fotos que más me llama la atención, una toma del carnet de identidad de Rivera. Otra vez un juego de contextos. Toda foto, antes que una obra de arte, suele ser considerada un documento, un testimonio; y fotografiar un documento es, pues, una puesta en escena compleja cuyo efecto es tremendo, aún más cuando remite a otra puesta en escena, la obra de Ximena Rivera, una poeta de imágenes oníricas, casi etéreas, y de disquisiciones próximas a lo filosófico. Lo mismo sucede con la foto de un espejo que no refleja nada. Es el espejo de la poeta que decía “Me creo en otro país, por lo tanto estoy en otro país”.



4.
Una vez vi Ya no basta con rezar de Aldo Francia en un festival de cine porteño. Los espectadores, era cosa de verlos, quedaron extasiados con las tomas de la película, siempre dispuestas a hermosear la ciudad. Al terminar el film, el aplauso fue el más estruendoso que haya escuchado. Oí voceos y silbidos y, en medio del aplauso, tuve la impresión de que no aplaudían a Francia (claro, llevaba más de diez años muerto, aunque eso lo ignoraba). Tampoco los exaltaba la película, por entrañable que fuera. No: se aplaudían a sí mismos, aplaudían a Valparaíso. Puede que exagere, pero no miento. Los porteños aman esa iconografía, donde Aldo Francia y Sergio Larraín son el canon. Lamentablemente, sospecho, lo directo y lo melancólico, la valentía y la delicadeza de un observador como Goycoolea no provocaría una reacción así. No fotografía ascensores ni trolebuses; es antiturístico, aunque no deja de ser, en ocasiones, un turista, algo así como un turista idealizado, platónico.


En su blog, Goycoolea se refiere a la fotografía como “la verdad detrás de la mentira”. Es importante consignarlo, porque habla de una desconfianza en la realidad, o como sea que se denomine aquello que captura con su cámara. Aunque no es la única mentira que alude. Está la cadena sin fin de iniquidades que vivimos la mayoría, los abusos terribles que sufren otros, ante los cuales la fotografía puede ser un arma de denuncia. Parece claramente consciente de su labor, de ser un retratista de la soledad o, más exactamente, del desamparo de esas fronteras que, ahora lo sabemos, son móviles, y por eso las busca también en otras latitudes. Pero no se queda en eso, por suerte. Está lejos de buscar fealdad por fealdad, como otros. Su labor tiene un lado atroz, muestra rastros de atrocidades, y a la vez es bella, con un trabajo de luces casi virtuoso.






(publicado en Bifurcaciones.
Imagenes del blog de R. Goycoolea)

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