Los Zapatos de Gamuza, de Felipe González Alfonso
Tres balazos en la nuca recibió Luis González en 1961. Era taxista y su asesino fue, cabe suponer, uno de sus pasajeros. Sucedió todo en Los Domínicos, en uno de esos excepcionales días en que cae nieve en Santiago. Los diarios de la época lo registraron con lujo de detalles, incluso con fotografías bastante crudas. Era parte del espíritu de esos tiempos, había otra relación con la muerte. El culpable, nunca capturado, recibió el apodo de El Asesino de Los Zapatos de Gamuza.
Tres décadas después, en un feliz e inquietante hallazgo, el nieto de la víctima, Felipe González Alfonso, revisa aquellos artículos de prensa, epígrafes de un pasado del cual ignoraba casi todo. Durante años, González desarrolla con esas hojas de papel añoso un diálogo melancólico, lúcido. Se enfrenta a un género un tanto infame. ¿Qué es un diario desfasado? ¿Cómo clasificarlo? No debe haber forma literaria más caduca, más supeditada a las exaltaciones del público o a los intereses de editores. ¿Y qué decir cuando esos entusiasmos, esas impresiones surgidas sobre la marcha se han evaporado? De esos materiales, no obstante, González se apropia y extrae una imagen de mayor amplitud, más ambiciosa, la de una época y un país en que ya casi no nos reconocemos y a veces nos parece nuevo. Mezclando elementos de la poesía y la prosa, consigue darle profundidad y naturalidad a lo que suele ser una narración meramente funcional. Podría parecer un ejercicio frío, de simple inteligencia, pero además estos poemas incluyen otro tono, de cuño romántico, donde confluyen Edgar Lee Masters y las murder ballads de Nick Cave o Johnny Cash, aparte de los artistas visuales Caravaggio o Witkin, aludidos en el libro. Otra vez la necesidad de enfrentarnos a la muerte. Un feliz e inquietante hallazgo.
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