San Fernando Street View
Al comienzo parece torpe, carente de gracia. Después, cuando uno se acostumbra a usar el servicio en línea Google Street View, el asunto se acerca a lo que sería un paseo auténtico, por más que todos sus elementos permanezcan estáticos y moleste que sea siempre de día. Consiste en panorámicas de 360 grados de las calles, recreaciones de ciudades enteras, continuas, navegables. Tiene sus ventajas, por cierto: puede uno demorarse lo que quiera en cualquier detalle, sin ser considerado un posible ladrón o degenerado. Se asemeja a la fantasía –y pesadilla– de detener el tiempo.
Elijo ver San Fernando, por motivos personales mezclados con nostalgia. Viví en muchas partes, pero ingreso la dirección de esa casa sin dudarlo. Me sorprende que esté disponible. Llevo diez años sin recorrer esos lugares. Visito la casa de F, que sigue más o menos igual, y la que perteneció a mis padres, en calle Las Malvas, ahora con un segundo piso, distinto color, sin plantas y, lo que me parece peor, con una animita. Las observo preguntándome cómo serán quienes las ocupan hoy, y me da un pequeño vértigo. Son arrendatarios, supongo, por lo descuidado que está todo.
Paso por la plaza donde solía jugar. Por algún motivo, me impresiona reencontrar –idéntica, lo único imperturbable del lugar– una roca grande.
Lo que sigue podría considerarse una deriva situacionista. Abro otras pestañas del navegador y hago otros recorridos. Busco imágenes y situaciones que de otro modo no podría observar. Me detengo en fachadas, en gente, en graffitis, en árboles y plantas y a veces me olvido hacia donde voy, paso una y otra vez por los mismos sitios. Se vuelve demasiado errático, aunque sea imposible perderse.
Leí hace un tiempo que San Fernando es la ciudad con mejor distribución de ingresos del país. Me hizo imaginar que encontraría todo distinto. También me hace preguntarme si una sociedad más igualitaria sería algo que pueda observarse en las calles, en las casas, que eventualmente no serían tan distintas. Cualquier teoría al respecto sería casi risible, por lo aventurada, la verdad.
Primera imagen atrayente: un carrero fumando sobre un montículo de pallets rojos y azules, afuera de un supermercado Acuenta, en una esquina de la calle Quechereguas.
Paso por una casa en construcción en la calle Curalí. Un hombre está sobre las vigas de lo que será el techo y otro sube unas escaleras.
Veo un perro muerto en una esquina, un cocker. Veo una mujer vieja con buzo apostando en un tragamonedas en una tienda, en el mismo punto donde hubo máquinas de videojuegos.
Paso por la iglesia frente a la Plaza de Armas, destruida por el terremoto del 2010, clausurada, cubierta con láminas de OSB. Tiene dos hermosas y enormes trizaduras que parecen verdaderos cortes y que a Gordon Matta Clark, creo, le encantarían.
Miro a mujeres que no conoceré. Alguna podría ser F, pienso. Y lo pienso de nuevo, esta vez en serio. Cuesta encontrar imágenes. En este paisaje donde nada transcurre todos sus habitantes tienen un aire a los de The Truman Show. O a los de un videojuego, un Grand Theft Auto, por ejemplo. Parecen extras, confinados a pequeñas misiones domésticas como cargar bolsas de supermercados, esperar un bus o barrer una vereda. Casi nunca lucen dubitativos u ociosos. ¿Debería esperar algo más, cambios, acciones raras? Es lo que suelen esperar muchas personas en Google Street View, lo freak, lo siniestro. En lugar de eso, me descubro gratamente aburrido. Hay una suerte de lección en ver las cosas desde esta perspectiva. Algo, a su manera, relajante. Vivir sería esto, pienso, ver pasar cosas, gente, caminos, más cosas, nubes. Y verlos volver. Lo fugaz y lo inmutable es lo mismo.
Y está bien. Pienso en Gospelsong, un poema de Riekus Waskowsky: “Cada segundo el mundo cambia / la gente vive y la gente muere / como si nada y tal vez no sea nada / más que algo de movimiento / que no hace cambiar al mundo”.
En unas canchas de tierra se ven unos brillos, unos pequeños destellos. Parece un bug, un error de programación. Los reviso desde distintas perspectivas pero persisten, aparecen en distintos puntos. Tardo en darme cuenta que son reflejos de vidrios. Son esquirlas de las botellas de quienes se han emborrachado allí durante años, décadas.
De repente llego a un barrio que ignoraba y me sorprende, un mini Ñuñoa o Providencia que quiebra el orden establecido. Pensándolo bien, quizá sí se percibe en las calles algo de esa supuesta igualdad económica. Las casas en su mayoría son medianas, o DFL2 que les dicen, y las calles están limpias, más que las de mi actual ciudad.
En otra pestaña del navegador recorro la calle Centenario junto a las líneas férreas. Transito por fábricas, por una molinera, por lo que parece un aserradero. Transito por cuadras donde en repetidas ocasiones aparece el mismo cartero haciendo su recorrido en bicicleta.
Miro un cartel que anuncia un combate de box y reviso la dirección del gimnasio donde se efectuará, y quiero verlo, pero termino escabulléndome. Me detengo en la decoloración de la pintura de un muro, en sus manchas de liquen. Me pierdo. No, la verdad es que me pierdo y me reencuentro de inmediato, como tras un bostezo, como cuando entre sueños se sienten sobresaltos de vértigo. La sensación es la perderme donde nadie podría, en un lugar que me ha olvidado, donde no pasé tanto tiempo, pero ese tiempo fue importante. Quisiera sentir dolor en los pies como si hubiera caminado, y no un vacío. Quisiera irme de esta ciudad virtual sin dejar de recorrerla, torcer por la calle Manuel Rodríguez y apurarme por la Panamericana hasta alcanzar el límite del mapa, un fin, un sitio eriazo o un bosque, alguna pantalla de error en el sistema, alguna embajada de ninguna parte.
Es vertiginoso decir: he vuelto. Y que no sea cierto.
(el texto figura en la antología de
crónicas Ciudad Fritanga)
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