Lo humano en lo animal




Amo, y me costaría no hacerlo, una canción de Franco Battiato llamada El animal. Es una canción de amor –aunque con Battiato no se puede estar tan seguro de eso–, pero con el ardid de que quien ama no es quien canta, sino cierto animal el cual le ha usurpado la identidad y las acciones. Le roba todo, lo hace esclavo de sus pasiones y hasta se bebe su café. En cierto modo se trataría de un “yo es un otro”, a lo Rimbaud. Me interesan mucho los alcances de esa idea, la de incorporar lo animal a un sentimiento humano, o presuntamente humano, sobre todo cuando en los últimos años han aparecido estudios que postulan que muchos animales tienen capacidad de amar.

“¡Ah, quien fuera el animal que nace al abrir los ojos, sólo va hacia adelante y, al final del día, al cerrar los párpados, cierra la memoria”. Esto es un pasaje de El bosque de la noche, de Djuna Barnes.

Antiguamente, a falta de una explicación científica para los terremotos, los indígenas que habitaban las zonas sísmicas de Chile y de Estados Unidos los adjudicaban a las sacudidas de un gigantesco animal que vivía bajo la tierra. Otra vez se crea un animal a partir de una función.

Se podría decir que al crear un instinto se crea un animal.

Lo animal, en Gilles Deleuze, es lo que acecha. Lo que tiene un fin, ya sea la vida misma, o la reproducción. Es lo que no duda, lo que no sabe desistir. Nuevamente, el instinto. Eso lo tomó Deleuze de su querido Baruch Spinoza, a quien, cuenta una versión apócrifa, “le gustaba fumar una pipa; o, cuando quería divertirse más tiempo, buscaba algunas arañas y las ponía a pelear entre sí, o arrojaba una mosca en la telaraña, y la batalla le provocaba tal placer que a menudo prorrumpía en carcajadas”.

Llama la atención, inquieta, a decir verdad, esa risa en un filósofo conocido como ascético. Pero a Deleuze no lo sorprende, y hasta la ve coherente con el sistema de Spinoza. “Los animales –comenta en su Spinoza, Filosofía práctica- nos enseñan al menos el carácter irreductiblemente exterior de la muerte. No la llevan en sí mismos, aunque se la den necesariamente los unos a los otros; se trata de la muerte como mal encuentro inevitable en el orden de las existencias naturales. Pero ellos no han inventado todavía esa muerte interior, este sadomasoquismo del esclavo-tirano”.

En Kafka los personajes que son animales (animales humanizados, a decir verdad) son capaces de ver causas y efectos que los humanos no verían. Sucede en Investigaciones de un perro y en Josefina la cantora, y también en Informe para una academia. Representan la otredad, esa distancia que se necesita para ver lo que normalmente no se vería. No es una manera correcta ni ortodoxa de entender lo animal, pero hablamos de Kafka: su trabajo consiste a menudo en subvertir los sentidos.

Suele ser interesante cuando las personas se confunden y, según el caso, aplican los adjetivos humano y animal. Hay serias confusiones al respecto. Hay gente que defiende su posición como únicamente humana, esto es, superior, y quienes se ven como animales, por más que estén dotados de razón. Hay otros, extrañísimos, que detestan ambas categorías. No aspiran ni a la humanidad ni a la animalidad, quisieran ser ángeles.

Va quedando claro que son nuestra otredad más próxima. Una otredad que ha podido mostrarnos mucho de nosotros. Son, pues, o terminan siendo, una forma de imaginarnos. Son, inevitablemente, para nosotros, una ficción. Ni siquiera somos capaces de establecer un vínculo animalesco con ellos, porque no podemos invocar lo que tenemos de animales.

“No se comprende a un filósofo más que si se entiende bien lo que éste pretende demostrar y, en verdad, fracasa en demostrar, acerca del límite entre el hombre y el animal”, dijo Jacques Derrida.

Y sin embargo, los animales no son, o no serán, nuestra única otredad. En el sitio de la cadena noticiosa NHK vi un reportaje sobre cómo algunas familias japonesas se han adaptado a vivir con robots. Son robots sencillos, todavía más semejantes a juguetes que a personas u otra criatura compleja. De esas familias, una mujer confesaba su preocupación permanente por el estado de su robot —cuya función era limpiar la casa— al cual, tal vez por respetar sus espacios, lo dejaba descansar algunos días, cuando ella prefería hacer el aseo. Le resultaba inevitable, contó, verlo a veces como algo más que un aparato.



(imagen tomada de la cuenta de twitter @honeoyaji)

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