Un bostezo es un grito




Vamos en un bus por la ruta 68, de vuelta a Santiago. Karina dormita y yo miro por la ventana cuando de pronto bostezo y, durante el bostezo, caigo en un ligero trance. Atravesamos un campo de parrones, un paisaje repetitivo, lleno de postes diminutos alineados, todos idénticos. Tanta es la monotonía del lugar y de la visión de los parrones, que se me antoja como mirar una escena lentísima, o más bien entrecortada, en la que nada avanza. La situación es muy similar a la descrita en la paradoja de Zenón. Todas esas repeticiones son como fotogramas idénticos que hacen que me resulte imposible distinguir una escena de otra; son lo mismo, son incontables. Y como en un film, da la sensación de que algo o alguien presionó el botón de pausa. Desde luego, el bus sigue avanzando y saldré pronto de este trance, pero así y todo siento que voy adentrándome, a la velocidad de la flecha de Zenón, a uno de esos espacios a los que nadie aspira a llegar, alguno de esos agujeros negros que hay entre un punto y otro, entre un número y otro, entre el 1 y el 2, entre el 0,1 y el 0,2, entre el 0,01 y 0,002, y así sucesivamente.

Me vuelvo cada vez más minúsculo, pienso. Carezco de tiempo y casi carezco de espacio, ante esta imagen reiterada en la cual me hundo con agrado. Es bello este avanzar sin avanzar, en el que siento como si recordara todo, precisamente porque nada me sugiere recuerdos, y eso a su vez me sugiere una extraña sensación de imaginaria totalidad, de memoria, de familiaridad. Al contrario de Zenón, pienso que nadie es tan sedentario, que nos movemos siempre, irremediablemente, pero que también hay veces, como esta, en que uno consigue olvidarse del resto del mundo y del movimiento y se concentra exclusivamente en meditar, en echar raíces en esto que no sé llamar ni clasificar. Gracias a este auténtico mantra de los parrones de vid, a este viaje en miniatura, consigo, y por motivos puramente casuales, realizar el antiguo deseo de matar el tiempo.

Pero el trance alcanza su punto álgido, y se corta. Se acaba el paisaje de las vides. Vuelven los cerros, valles, casas, árboles, y los letreros publicitarios. Vuelve el ruido del mundo. ¿Estoy dentro o fuera?, me digo. Miro a Karina, que sigue con los ojos cerrados y no se ha movido ni un centímetro. Parece embalsamada, lo mismo que el resto de las personas en el bus y me pregunto cuánto ha pasado: ¿1 minuto?, ¿30 segundos? ¿15 segundos?, ¿7,5?, ¿3,25?, ¿1,625?, ¿0,8125?

Se suele huir del tiempo haciendo algo contraproducente: moverse. Pero, ¿se huye realmente? El pensamiento también está lleno de intersticios así, que son, cuando uno los imagina –es decir, los ve–, casi monstruosos. No es raro esto. Al contrario, debe ser semejante a lo que suele ser llamado satori, por más que sea uno muy propio y distorsionado.

“La reductio ad absurdum es una de mis bebidas favoritas, terció alguna vez Fernando Pessoa en su Libro del desasosiego. El portugués, recordemos, falleció de una fuerte enfermedad del hígado.

Un bostezo es un grito. Es un respiro, también. Hay teorías, tengo entendido, que sugieren que su función se asemeja a la de un radiador. Existieron cosmogonías que sugerían que el mundo surgió a partir de un bostezo, el bostezo de un Dios o de un universo. Habría que imaginar cómo se agitan tantas cosas con un bostezo, esporas, gérmenes, aire y tantas cosas mínimas pero vitales. Con eso se quiso decir que el mundo se originó desde la dispersión. Y la metáfora es totalmente sensata, ya que tras un bostezo (el lugar o no lugar clásico del aburrimiento) uno se rehace, se forma una tensión entre quienes bostezamos, que buscamos en las cosas una suerte de camino de vuelta, un asidero, y el mundo, que parece esquivarnos y, otras veces, parece que se nos impone de forma brusca. Algo se muere, algo nace de nuevo.



(imagen: Chema Madoz, Sin título)

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